“En el mundo húngaro de entonces reinaba una abundancia digna de Canaan, todo resultaba barato: no sería así después de la guerra, cuando todos nos convertiríamos en pobres de necesidad, y la falta de dinero y la miseria obligarían a los comerciantes a malvender mercancías; pero, en aquella época de paz, todos sacaban algo. Aquélla era todavía una vida de señores, ajena a los problemas económicos. El desayuno parecía una fiesta de cumpleaños o una boda.[…] Se trataba de un momento festivo y solemne. […] Los niños desayunábamos café con leche y panecillos untados con mantequilla, y sopa de pan durante el invierno, pero la simple contemplación del desayuno paterno deleitaba y causaba sentimientos elevados en todos. Mi padre desayunaba con mucha elegancia y refinamiento. Su bata de seda, los delicados movimientos de sus pequeñas manos femeninas, con su sortija con el escudo familiar, su calma y su buena disposición de pater familias me cautivaban a diario. Tomaba un té que parecía oro líquido con mucho ron, huevos con jamón, miel y mantequilla húngara […] que untaba en las tostadas que hacían expresamente para él; a mí me encantaba contemplar ese desayuno tan refinado, tan digno de un ‘hombre de mundo’ ”.
(Sándor Márai, Confesiones de un burgués)
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