© Olerkari (texto)
No voy a decir en dónde fue; pudo haber sido en un bar, en la calle, en la ribera del Río de la Plata o de otro río cualquiera. Pudo haber sido frente al mar, en una playa atestada de gente veraniega o en la misma playa, ahora desierta. Pudo haber sido en un ascensor; uno de esos que en la puerta dice: “Habiendo escaleras el consorcio no se hace responsable por los accidentes que pudieran ocurrir.” Y uno sube igual, aunque con miedo, porque sabe que es preferible asumir el riesgo a ejercitarse unos pisos. Pude haberla visto de reojo cuando cruzaba una avenida o ella pudo haberme rozado en ese mismo cruzarnos. Pudo haber sido en un día de lluvia. De lluvia torrencial, una lluvia vehemente, digna de Poseidón y sus vientos. Una lluvia que me obligara a correr con los ojos entrecerrados, como encarcelados, condenados a no ver y entonces, así… percibirla como a una sombra. Una sombra huidiza entre la lluvia que cae sin parar, sin dar tregua. Una sombra fuerte, turbulenta, que montada en las ráfagas de un viento helado me insinúa su ser más tremendo y me fuerza a perderla, a dejarla ir. Pudo haber sido en una oficina. Pude haber sido su amigo invisible. Pude haberla sentido como una profundidad en mi pecho, como un cuerpo enredado, sacudiéndose entre mis cuerdas. Pude haberle cocinado muchas veces, sin darme cuenta de su finitud.
No voy a decir en dónde fue, ni cuándo, ni cómo. Esas serían respuestas imposibles. Sólo diré que su recuerdo aún persiste incrustado en mi carne, en mis ojos celestes de cielo, en mis manos erizadas bajo su piel emigrada y en mis entrañas, que día a día interpretan en mi cuerpo al alma que muere.
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